Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

martes, 15 de mayo de 2012

Karol Wojtyla: “Persona y Acción” (2) – El interés por el hombre como persona


En esta cita tomada del capítulo XXX “Un Evangelio para hacerse hombre” del Libro   Cruzando el Umbral de la Esperanza el Papa Juan Pablo II le comenta a Vittorio Messori sobre sus reflexiones acerca de la persona y la acción y el despertar de su  interés por el hombre como persona. Resalta a su vez que su interés es en primer lugar pastoral y la singular y  vital importancia de la gratuidad del don ("esforzarse por ser un don para los demás" !):



“Cuando escribí el ensayo Acción y persona, los primeros que lo advirtieron, obviamente para oponerse a él, fueron los marxistas; en su polémica con la religión y con la Iglesia constituía un elemento incómodo.  Pero, llegado a este punto, debo decir que mi atención a la persona y a la acción no nació en absoluto en el terreno de la polémica con el marxismo o,  por lo menos, no nació en función de esa polémica. El interés por el hombre  como persona estaba presente en mi desde hacía mucho tiempo. Quizá dependía también del hecho de que no había tenido nunca una especial predilección por las ciencias naturales. Siempre me ha apasionado más el hombre; mientras estudiaba en la Facultad de Letras, me interesaba por él en cuanto artífice de la lengua y en cuanto objeto de la literatura; luego,  cuando descubrí la vocación sacerdotal, comencé a ocuparme de él como tema central de la actividad pastoral.

Estábamos ya en la posguerra, y la polémica con el marxismo estaba en su apogeo. En aquellos años, lo más importante para mí se había convertido en los jóvenes, que me planteaban no tanto cuestiones sobre la existencia de Dios, como preguntas concretas sobre cómo vivir, sobre el modo de afrontar y resolver los problemas del amor y del matrimonio, además de los relacionados con el mundo del trabajo. Le he contado ya cómo aquellos jóvenes del período siguiente a la ocupación alemana quedaron profundamente grabados en mi memoria; con sus dudas y sus preguntas, en cierto sentido me señalaron el camino también a mí. De nuestra relación, de la participación en los problemas de su vida nació un estudio, cuyo contenido resumí en el libro titulado Amor y responsabilidad.  El ensayo sobre la persona y la acción vino luego; pero también nació de la   misma fuente. Era en cierto modo inevitable que llegase a ese tema, desde el momento en que había entrado en el campo de los interrogantes sobre la existencia humana; y no solamente del hombre de nuestro tiempo, sino del hombre de todo tiempo. La cuestión sobre el bien y el mal no abandona
nunca al hombre, como lo testimonia el joven del Evangelio, que pregunta a Jesús: «¿Qué debo hacer para alcanzar la vida eterna?» (Marcos 10,17).

Por tanto, el origen de mis estudios centrados en el hombre, en la persona humana, es en primer lugar pastoral. Y es desde el ángulo de lo pastoral cómo, en Amor y responsabilidad, formulé el concepto de norma personalista. Tal norma es la tentativa de traducir el mandamiento del amor al lenguaje de la ética filosóflca. La persona es un ser para el que la única dimensión adecuada es el amor. Somos justos en lo que afecta a una persona cuando la amamos: esto vale para Dios y vale para el hombre. El amor por una persona excluye que se la pueda tratar como un objeto de disfrute. Esta norma está ya presente en la ética kantiana, y constituye el contenido del llamado segundo imperativo. No obstante, este imperativo
tiene un carácter negativo y no agota todo el contenido del mandamiento del amor. Si Kant subraya con tanta fuerza que la persona no puede ser tratada como objeto de goce, lo hace para oponerse al utilitarismo
anglosajón y, desde ese punto de vista, puede haber alcanzado su pretensión. Sin embargo, Kant no ha interpretado de modo completo el mandamiento del amor, que no se limita a excluir cualquier comportamiento que reduzca la persona a mero objeto de placer, sino que exige más: exige
la afirmación de la persona en si misma.    La verdadera interpretación personalista del mandamiento del amor se encuentra en las palabras del Concilio: «El Señor Jesús, cuando reza al Padre para que "todos sean una sola cosa" (Juan 17,21-22), poniéndonos ante horizontes inaccesibles a la razón humana, ha insinuado que hay una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza manifiesta cómo el hombre -que en la tierra es la única criatura que Dios ha querido por sí misma no puede encontrarse plenamente a sí misma si no es a través de un sincero don de sí» (GS n. 24). Ésta puede decirse que es verdaderamente una interpretación adecuada del mandamiento del amor. Sobre todo, queda formulado con claridad el principio de afirmación de la persona por el simple hecho de ser persona; ella, se dice, «es la única criatura en la tierra que Dios ha querido por sí misma». Al mismo tiempo el texto conciliar subraya que lo más esencial del amor es el «sincero don de sí mismo». En este sentido la persona se realiza mediante el amor. Así pues, estos dos aspectos -la afirmación de la persona por sí misma y el don sincero de sí mismo- no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se
confirman y se integran de modo recíproco. El hombre se afirma a si mismo de manera más completa dándose. Ésta es la plena realización del mandamiento del amor. Ésta es también la plena verdad del hombre, una verdad que Cristo nos ha enseñado con Su vida y que la tradición de la moral cristiana -no menos que la tradición de los santos y de tantos héroes del amor por el prójimo- ha recogido y testimoniado en el curso de la  historia.

Si privamos a la libertad humana de esta perspectiva, si el hombre no se esfuerza por llegar a ser un don para los demás, entonces esta libertad puede revelarse peligrosa. Se convertirá en una libertad de hacer lo que yo considero bueno, lo que me procura un provecho o un placer, acaso un placer sublimado. Si no se acepta la perspectiva del don de si mismo, subsistirá siempre el peligro de una libertad egoísta. Peligro contra el que luchó Kant; y en esta línea deben situarse también Max Scheller y todos los que, después de él, han compartido la ética de los valores. Pero una expresión completa de esto la encontramos sencillamente en el Evangelio. Por eso en el Evangelio está también contenida una coherente declaración
de todos los derechos del hombre, incluso de aquellos que por diversos motivos pueden ser incómodos.

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