Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

viernes, 13 de septiembre de 2013

El infierno de Auschwitz y la 2da guerra mundial (4 de 5) Hiroshima y Nagasaki

 “Karol no pudo saber todas estas noticias hasta después del final de la guerra. La de Europa, sí, y también la del Pacífico, cuando por primera y única vez se utilizaron bombas atómicas.

Muchos defienden hoy que no había necesidad de utilizarlas. Que el Imperio del Sol Naciente, sin barcos y sin industria armamentística ya estaba vencido y dispuesto a rendirse. “¿Cuándo terminará la agonía del Japón?” era la petición que lanzaba la voz autorizada y objetiva del New York Times.

Pues a pesar de eso, aquellas terribles y mortíferas armas se usaron. Y ya entonces se intentaron explicar los motivos. Se dijo que se había recurrido a la bomba atómica para parar la guerra, para salvar centenares de miles de seres humanos,   pero quizás, su utilización estaba dictada por otras razones, por otras exigencias, como la de obligar a la Unión Soviética a aceptar la superiridad de América y su papel de garante del orden internacional.

El caso es que el 6 de agosto de 1945 (en Europa todavía era el día 5) emprendió el vuelo el cuatrimotor americano B-29, que el comandante había «bautizado» por así decir, con el nombre de su madre: Emola Gay, mientras que la bomba, con una dosis mayor de mal gusto había recibido el nombre de Little Boy, muchacho. El objetivo inicial se eligió al azar, o para ser más precisos, teniendo en cuenta las condiciones atmosféricas locales, que fueron las que decretaron la condena de Hiroshima. Allí, conforme dictaba el parte meteorológico, «estaba casi sereno y había una visibilidad de 10 millas»

De este modo, primero Hiroshima y luego Nagasaki fueron reducidas a la nada por un viento de fuego. Un «relámpago atronador», «un gran resplandor azul», según contaron los «afortunados» que pudieron contarlo. Nunca  había sucedido que, en apenas tres días, murieran tantas personas, todas juntas, en el mismo instante. Y muchas de aquellas que sobrevivieron, quedaron condenadas a una existencia marcada para siempre por las consecuencias de las radiaciones atómicas.

Entre las dos explosiones, Moscú aprovechó para declarar la guerra al Japón: sus tropas invadieron Manchuria y siguieron avanzando incluso tras el anuncio de la rendición por parte del emperador Hirohito. Pero al final, las armas callaron por completo. Solamente entonces se empezó a descubrir la vastedad de los horrores de este apocalipsis del siglo XX.


La guerra había causado 55 millones de muertos. A los que había que añadir todos los desterrados, los muertos por hambre, por el frío, sin que nunca hayamos podido conocer su número. Solamente la Unión Soviética tuvo 37 millones de víctimas,  Alemania casi cuatro millones, y Polonia más de un millón de soldados y cinco millones de ciudadanos, de los que la mitad eran judíos.

Y esto no era todo. En aquel desastroso balance había que incluir también poblaciones enteras que se habían tenido que someter a  un desplazamiento forzoso desde una parte de Europa a la otra, y que de golpe se habían encontrado sin casa, sin patria, sin raíces. Y no era menos impresionante, desde luego, el capítulo de las destrucciones: millares de ciudades habían quedado arrasadas, y muchos pueblos en condiciones tales que nunca más podrían ser reconstruidos. Incluso el mismo equilibrio ecológico había sufrido alteraciones con frecuencia irreversibles.”


Gian Franco Svidercoschi: Historia de Karol, 119/20, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid

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